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SECRETOS DE LA LUNA

Bajo la Luna de la Traición

Bajo la luz de la luna, las decisiones parecen más claras, los deseos más intensos y las emociones, imposibles de ignorar. Todo comienza con un impulso…

La noche comenzó como un intento desesperado de olvidar. Ana, con el corazón roto y las lágrimas apenas secas, aceptó la invitación de sus amigas para salir. Hacía semanas que había descubierto la infidelidad de Daniel, su novio durante cinco años, con quien había construido lo que pensaba era una relación sólida. Pero la traición había sido como un golpe al estómago, uno que aún le costaba asimilar.

El plan era simple: salir a bailar, beber un poco, reírse mucho y, si era posible, borrar el sabor amargo que le había dejado esa relación. Sus amigas insistían en que necesitaba despejarse, y aunque Ana dudaba que una noche de fiesta lograra arrancarle el dolor, terminó aceptando.

El club estaba lleno, con luces de colores parpadeando al ritmo de la música. Ana se dejó llevar por el entusiasmo de sus amigas, quienes intentaban a toda costa mantenerla animada. Los tragos comenzaron a fluir, y con cada sorbo, sentía cómo la tristeza se desvanecía un poco, reemplazada por una ligera euforia.

En medio de la pista de baile, mientras intentaba disfrutar del momento, se encontró con una mirada familiar: Santiago, el primo de Daniel. Era más joven que él, apenas un par de años mayor que ella, y aunque siempre había notado su encanto, nunca lo había considerado más allá de las reuniones familiares. Esta vez, sin embargo, algo en su sonrisa, en la forma en que la miraba, hizo que Ana sintiera una chispa inesperada.

Santiago se acercó con una confianza que Ana no recordaba haberle visto antes. “No esperaba verte aquí”, dijo él, inclinándose un poco para hacerse escuchar sobre la música. Ana se encogió de hombros, intentando mantener la compostura.

“Yo tampoco esperaba verte”, respondió, consciente de que el alcohol comenzaba a aflojar su lengua.

La conversación fluyó con sorprendente naturalidad. Santiago le habló de su trabajo, de cómo estaba viviendo en otra ciudad y apenas había regresado unos días. Ana evitó mencionar a Daniel, pero Santiago, quizás leyendo entre líneas, no hizo preguntas incómodas. Hablar con él era extraño, como una mezcla de familiaridad y novedad que la descolocaba, pero al mismo tiempo la hacía sentir cómoda.

A medida que pasaba la noche, las distancias entre ellos parecían acortarse. En un momento, Santiago la tomó de la mano y la llevó a un rincón más tranquilo del club. “¿Estás bien?” preguntó, con una sinceridad que sorprendió a Ana.

Ella ascendió, aunque no estaba segura de estarlo. “Solo necesitaba distraerme”, confesó.

Santiago la miró a los ojos, y por un segundo, Ana sintió que el ruido del lugar desaparecía. “A veces, distraerse puede ser lo mejor”, dijo él con una sonrisa que tenía algo de travieso.

Fue él quien dio el primer paso. Con una cercanía que se sentía tanto inevitable como prohibida, se inclinó y la besó. Ana, sorprendida, dudó por un momento, pero luego se dejó llevar. El beso fue intenso, cargado de una mezcla de deseo y rebeldía que encendió algo dentro de ella.

Cuando salió del club, Ana no estaba pensando con claridad. Había bebido más de lo habitual, pero no lo suficiente como para no saber lo que hacía. Santiago sugirió ir a su apartamento, y aunque una parte de ella sabía que estaba cruzando un límite, la otra, más fuerte, no quiso detenerse.

En el camino, ambos guardaron silencio, pero sus manos permanecieron entrelazadas. El ambiente estaba cargado de tensión, pero también de algo nuevo para Ana: una sensación de libertad, de actuar sin pensar en las consecuencias.

En el apartamento, la intimidada tomó el control. Santiago fue atento, paciente, y a pesar de que Ana sabía que lo que hacía era una especie de venganza indirecta contra Daniel, decidió no pensar demasiado en ello. Se dejó llevar por el momento, por las caricias y los besos, por esa necesidad urgente de sentir algo más que tristeza.

El encuentro fue intenso, pero también confuso. Cuando todo terminó, Ana se quedó mirando el techo, con Santiago dormido a su lado. En ese momento, la realidad la golpe con fuerza: lo que acababa de hacer no deshacía el dolor, pero tampoco lo empeoraba. Era solo una noche, un momento que quizás no volvería a repetirse.

Al día siguiente, Santiago intentó prolongar el encuentro. Le propuso desayunar juntos, pero Ana, abrumada, decidió irse. “Fue una noche increíble, pero creo que esto no debería ir más allá”, dijo, tratando de sonar más segura de lo que se sentía.

Santiago pareció entender, aunque una sombra de engaño cruzó su rostro. “Si cambias de opinión, sabes dónde encontrarme”, dijo antes de despedirse.

Ana volvió a casa sintiéndose extraña, como si estuviera en una película cuyo final no entendía del todo. No se arrepentía, pero tampoco estaba segura de lo que había ganado con todo eso.

Con el tiempo, la noche con Santiago se convirtió en un recuerdo borroso, una anécdota que rara vez compartió con alguien. Daniel nunca supo lo que pasó, y Ana nunca sintió la necesidad de contárselo. Lo que sí sabía era que esa experiencia le había enseñado algo valioso: no podía seguir definiéndose a través de los hombres que pasaban por su vida.

Decidió enfocarse en sí misma, en sanar, en redescubrir quién era fuera de las relaciones. Y aunque la noche con Santiago fue un desvío en su camino, también fue el comienzo de un nuevo capítulo, uno en el que ella era la protagonista.

No todas las noches dejan cicatrices. Algunas simplemente son el eco de decisiones impulsivas que, en el momento, parecen inevitables. Los secretos de la luna son como esos momentos: pasajeros, intensos, ya veces, reveladores.

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