El borde del deseo
Dicen que bajo la Luna todo parece posible, que las sombras esconden más que mentiras y que el deseo arde más fuerte cuando se guarda en silencio. Pero… ¿cuánto puede durar lo secreto?
Lucía llevaba una vida estructurada, de horarios fijos, relaciones breves y control absoluto sobre lo que sucedía a su alrededor. A sus 28 años, tenía un trabajo bien remunerado, independencia y cero interés en complicarse la vida con los dramas del amor. Había tenido relaciones antes, sí, pero ninguna lo suficientemente profunda como para quedarse en su memoria por más tiempo del necesario. Para ella, el amor era un juego que no valía tanto la pena jugar.
Todo comenzó en una reunión casual de amigos. La clase de noche donde la música y las risas logran romper barreras invisibles y convertir desconocidos en cómplices. Ahí lo conoció a él: Adrián . Un hombre con mirada desafiante y una sonrisa que prometía lo que no debía. Él era ese tipo que te advierten que evitas, pero que siempre termina arrastrándote hasta el borde.
Durante horas, cruzaron miradas y comentarios que parecían inocentes, pero cada frase escondía más. Cuando él le ofreció acompañarla a casa, Lucía no dudó en aceptar. Esa noche, bajo el umbral de su puerta, sintió algo que hacía tiempo no experimentaba: un deseo crudo, vibrante, como un volcán que llevaba dormido demasiado tiempo.
— ¿Me vas a invitar a pasar o quieres seguir jugando a lo difícil? —preguntó él, apoyado en el marco.
Lucía irritante. No hacía falta más que eso.
La primera noche fue explosiva. Sin preámbulos, sin historias de amor románticas, solo cuerpos respondiendo a impulsos. Adrián no fue como los demás; él no seguía las reglas. La buscaba cuando quería, desaparecía por días y regresaba con una excusa encantadora que ella nunca rechazaba. Lo suyo no era algo formal, no eran pareja, pero tampoco podía resistirse el uno al otro.
Pasaron semanas en ese ir y venir constante. Lucía estaba adicta, aunque se negaba a admitirlo. En los pocos momentos donde se abrían más allá de lo físico, descubrió que Adrián era un hombre complicado. Su pasado estaba lleno de errores, relaciones rotas y mujeres que él mismo había alejado. Pero justo cuando parecía abrirse, Adrián retrocedía. Y eso, irónicamente, la atraía aún más.
Una noche, después de otra de sus “idas y vueltas”, Adrián apareció con una propuesta.
—Y si nos escapamos un fin de semana? —preguntó, como si fuera lo más natural del mundo.
—¿A dónde? —respondió Lucía, escéptica.
—Da igual. Elige un lugar. Necesitamos respirar.
Lucía, aunque sorprendida, sintió que lo necesitaba. Esa rutina de encuentros intensos, entre la tensión y el deseo, comenzaba a desgastarla. Así que ayudó. El viernes siguiente, con mochilas ligeras y sin aviones definidos, tomó carretera rumbo a la costa. Durante el trayecto, no dejaron de hablar: él contándole anécdotas de su infancia, ella riendo de cómo siempre parecía perderse en los caminos.
Cuando llegaron, encontraron un pequeño pueblo costero. Alquilando una habitación en un hotel sencillo pero acogedor, Adrián le tomó la mano y la llevó directo a la playa. La arena bajo fría sus pies y el sonido del mar envolviéndolos crearon un escenario distinto. No era el deseo habitual, no eran solo cuerpos buscándose en la oscuridad. Era algo más.
—Te das cuenta de que nunca habíamos hecho algo así? —dijo Adrián, mirando el horizonte.
—Algo así como… salir de la cama, ¿no? —respondió ella con tono burlón.
Él la miró y negó con la cabeza, sonriendo.
—No, algo así como ser nosotros mismos sin máscaras .
Esa frase la dejó en silencio. Porque era verdad. Hasta ese momento, su relación se había construido sobre lo efímero, lo fugaz, como si temieran mostrarse vulnerables. Esa noche, en una terraza mirando las estrellas, bebieron vino y se contaron historias que jamás habían compartido con nadie. Adrián le confesó sus miedos: lo difícil que era permitirse amar a alguien después de tanto tiempo hiriendo y siendo herido. Lucía, por su parte, confesó que la vida controlada que tanto defendía solo era una excusa para no sentirse herida nunca más.
—¿Por qué estamos tan rotos? —preguntó Lucía, en un murmullo.
—Porque nadie nos enseñó a estar enteros —respondió él, acariciándole el rostro.
Esa noche fue distinta. Hicieron el amor, pero con una calma que no habían conocido antes. Como si, por primera vez, no necesitaran probar nada. Solo estar.
Al día siguiente, regresaron a la ciudad. Pero algo había cambiado. La intensidad de su relación ya no se sentía igual. Adrián empezó a distanciarse poco a poco. Lo que habían compartido en aquel viaje parecía demasiado real, demasiado honesto para él. Y Lucía lo notó. Una noche, después de varios mensajes sin respuesta, decidió ponerle fin.
—No quiero más esto, Adrián —le escribió—. Lo que pasó allá no fue un error. Pero si no puedes ser honesto contigo mismo, no tiene sentido seguir.
Adrián nunca respondió. Lo suyo terminó con un silencio que decía más que mil palabras.
Lucía pasó semanas reconstruyéndose. Lo extrañaba, sí, pero también entendía que algunas personas solo están en nuestra vida para mostrarnos partes de nosotros mismos que desconocemos. Adrián le había enseñado que podía amar sin perderse, y eso era suficiente.
Algunas personas llegan a nuestra vida como tormentas. Nos revuelven, nos transforman y luego desaparecen, dejando atrás un cielo más claro. La luna lo sabe. Ella siempre lo sabe.